Espacios que me habitan
A lo largo de mi vida, el taller ha sido más que un espacio físico; ha sido un refugio, un rincón sagrado donde convergen lo conciente y lo inconsciente, donde el lienzo se convierte en espejo y la paleta en un puente hacia mi ser. He tejido estos espacios con la materia de mis días, cada uno un reflejo de las etapas de mi viaje interior.
El primer taller que me acogió se hallaba en Caracas, en los pies del imponente cerro Ávila, bajo la sombra de un árbol de aguacate y rodeado por naranjos y limoneros. Allí, en ese jardín lleno de piedras, fue donde mi espíritu empezó a brotar, donde mis manos infantiles descubrieron la magia de transformar el mundo con pinceladas. Ese lugar, más que un taller, fue mi cuna creativa, un rincón donde la inocencia y la creación danzaban al compás de la naturaleza que me rodeaba.
Con los años, mi vida me llevó lejos de ese primer refugio, pero nunca dejé de buscar ese espacio íntimo, esa extensión de mi ser que se convierte en taller. En Madrid, encontré un nuevo hogar para mi espíritu en un sótano. Allí, en la penumbra, comencé a desentrañar los misterios de mi interior. Fue un tiempo de introspección, de bucear en las profundidades de mi ser, donde la soledad del espacio subterráneo se convirtió en el eco de mis preguntas más profundas. Era como si, al bajar a ese sótano, bajara también a los abismos de mi conciencia, en busca de respuestas que aún hoy sigo persiguiendo.
Londres, con su ritmo vertiginoso, me ofreció múltiples escenarios para mi creación. En cinco años, cambié de taller tantas veces como mudé de piel. Cada rincón, cada living room que convertí en taller, fue testigo de una faceta distinta de mi viaje interior. Algunos eran apenas un rincón en un hogar ajeno, otros espacios amplios donde la luz de las estaciones se reflejaba en mi obra, cambiando con los ciclos de la naturaleza. Recuerdo especialmente un garaje, donde el frío del invierno y la bruma del otoño se filtraban por las ventanas, envolviendo mis pinceladas en una danza con el tiempo.
Más recientemente, he encontrado en la isla de Madeira un nuevo taller, un paleiro, ese pequeño refugio donde los campesinos guardaban los frutos de sus cosechas. Es un espacio íntimo, reducido, pero que se abre a un horizonte infinito. Desde lo alto de la montaña, donde se asienta este lugar, mi visión se pierde en el mar, donde el cielo se encuentra con el océano. Es como si, en este rincón diminuto, el espíritu se expandiera más allá de los límites del espacio, volando libre sobre el azul profundo que se despliega ante mis ojos. En este taller, aunque pequeño, el horizonte se convierte en mi lienzo, y mi espíritu se une al vasto paisaje que se extiende hasta donde la vista ya no puede alcanzar.
Estos talleres, lejos de ser meros lugares de trabajo, han sido los templos donde he habitado mi propia existencia. En cada uno, he dejado una parte de mí, una huella indeleble en los muros, en los suelos manchados de pintura, en el aire cargado de ideas y sueños. Allí, en esos refugios, he sido verdaderamente yo, en ese espacio donde la creación ocurre, donde las máscaras se desvanecen y el espíritu se desnuda ante el lienzo.
Habitar el taller es habitarme a mí misma. Es fundirme con los colores, perderme en las formas y reencontrarme en cada trazo. Es donde convergen mi ser y mi hacer, donde el amor y la pasión coexisten, sin necesidad de separarse en compartimentos estancos. En esos espacios, no hay fronteras entre la madre, la mujer y la artista; todas ellas se entrelazan en una única esencia que se despliega sobre la tela.
Así, mi vida ha sido un constante ir y venir entre talleres, entre espacios que, aunque diferentes en su forma, comparten la misma esencia: son la casa de mi espíritu, el lugar donde verdaderamente habito. Allí, en ese rincón sagrado, soy lo que soy, en mi forma más pura y esencial. Allí, en esos talleres, es donde ocurre la verdadera magia, donde me encuentro, me descubro y, finalmente, me creo.
Enriqueta Ahrensburg